OENTACIÓN EDUCATIVA I
CUARTO DE BACHILLERATO
PRIMER SEMESTRE
¿Por qué temo decirte quién soy?
John Powell, s.j.
Capítulo 2
Crecer como persona
A lo largo de estas páginas se hacen constantes referencias al “crecer como persona”, del mismo modo que se habla bastante de la necesidad de auto-comunicación y de encuentro interpersonal como medios para dicho crecimiento. Resulta fascinante, a la vez que difícil, tratar de describir lo que este “crecimiento” implica. Es imposible citar un solo ejemplo de persona plenamente “crecida”, porque cada uno de nosotros tiene que llegar a ser su propia persona, no llegar a ser “como” cualquier otra.
¿Qué clase de persona intentamos llegar a ser? A esta persona (la que intentemos llegar a ser) la denomina Carls Rogers “la persona que funciona plenamente” (Psychotherapy: Theory, Research and Practice, 1963); y la verdad es que, dado que el hacerse persona es un proceso dinámico que lleva toda una vida, el crecimiento tendrá que ser definido fundamentalmente en términos de funciones. Por su parte, Abraham Maslow, el célebre psicólogo de la Brandeis University, llama a esta persona “la persona que se auto-realiza” y “la persona plenamente humana”.
Interioridad y exterioridad
La persona plenamente humana mantiene un equilibrio entre “interioridad” y “exterioridad”. Tanto el introvertido extremo como el extrovertido extremo están des-equilibrados. El introvertido está interesado casi exclusivamente en sí mismo; él es el centro de gravedad de su propio universo; y, debido a la preocupación que siente por sí mismo, es ajeno al vasto mundo que le rodea. Por su parte, el extrovertido extremo se prodiga hacia fuera, pasando de una distracción externa a otra; su vida no es en absoluto reflexiva y consiguientemente, apenas tiene profundidad. Como dijo Sócrates: “la vida sin reflexión no merece la pena ser vivida”.
La primera condición para el crecimiento es, pues, el equilibrio.
La “interioridad” implica que una persona se ha explorado y experimentado a sí misma. Esa persona es consciente de la vitalidad de sus sentidos y emociones, de su mente y de su voluntad, y no le producen extrañeza ni miedo las actividades de su cuerpo y de sus emociones. Sus sentidos le hacen experimentar tanto la belleza como el dolor, y no rechaza ninguna de las dos cosas. Es capaz de experimentar toda la gama de emociones, desde la aflicción hasta la ternura. Su mente es viva y perspicaz; su voluntad busca poseer cada vez más todo cuanto es bueno y, al mismo tiempo, saborea lo que ya posee. Esta persona se ha escuchado a sí misma y sabe que nadad de lo que ha oído es malo o aterrador.
La “interioridad” implica auto-aceptación. La deseada interioridad significa que esa persona “que funciona plenamente”, “que se auto-realiza” y que es “plenamente humana” no sólo es consciente de sus necesidades y actividades físicas, psicológicas y espirituales, sino que además las acepta como buenas. Se siente a gusto con su propio cuerpo, con sus emociones (tanto afectuosas como hostiles), con sus impulsos, pensamientos y deseos.
Y no sólo se siente a gusto con lo que ya ha experimentado en sí misma, sino que esta persona está abierta a nuevas sensaciones, a nuevas y más profundas reacciones emocionales y a distintos pensamientos y deseos. Acepta su condición cambiante, porque el crecimiento es cambio. Su destino último como ser humano, es decir, lo que será al final de su vida, es algo deliciosamente desconocido. No hay ninguna pauta de crecimiento humano que pueda ser pre-estructurada para todos. No ambiciona llegar a ser como cualquier otra persona, porque ella es ella misma; y su yo potencial, que se realiza a diario a base de nuevas experiencias, posiblemente no sea susceptible de ser definido en ninguna fase de su crecimiento.
Esta persona se acepta tal como es. Sabe que lo que ella es, en la medida en que lo conoce, es bueno; y sabe que su yo es aún mayor en potencia. Pero es realista acerca de sus propias limitaciones, y por eso no pierde el tiempo en soñar en lo que querría ser ni emplea el resto de su vida en tratar de convencerse de que lo es. Ha escuchado y escudriñado en su interior y ha amado lo que realmente es. Y cada nuevo día, esta experiencia de sí será tan nueva como el propio día, porque dicha persona no deja de cambiar y por eso es siempre una nueva persona, revelada en una personalidad constantemente cambiante y renovada. Confía en sus propias dotes y recursos y en su capacidad para adaptarse y hacer frente a todos los desafíos que la vida le presente.
Esta clase de auto-aceptación capacita a la persona para vivir plena y confiadamente con todo cuanto ocurre en su interior, y no teme a nada que sea o pueda ser parte de sí misma.
La “exterioridad”, en cambio, implica que la persona está abierta no sólo a sí misma y a su interior, sino a su entorno exterior. La persona plenamente humana está en profundo y significativo contacto con el mundo exterior a ella. No sólo se escucha a sí misma, sino que escucha también las voces de su mundo. La amplitud de su propia experiencia individual se ve infinitamente multiplicada gracias a una sensitiva empatía con otros. Sufre con los que sufren y se alegra con los que están alegres. Renace con cada primavera y siente el impacto de los grandes misterios de la vida: nacimiento, crecimiento, amor, sufrimiento, muerte… su corazón late al ritmo del de los jóvenes enamorados y comparte en cierto modo su júbilo. También conoce la filosofía de la desesperación del “ghetto” y la soledad de los que sufren sin remedio, y la campana nunca dobla sin que, de alguna extraña manera, doble también por él.
“Crea en mí, oh Dios, un corazón atento”, reza el salmista.
Lo contrario a esta apertura es una especie de actitud defensiva del que oye únicamente lo que quiere oír y ve exclusivamente lo que quiere ver, conforme a su manera de ser y a sus pre-juicios. La persona defensiva no puede crecer como es debido, porque su mundo no es mayor que ella misma, y su horizonte es un círculo cerrado.
La “exterioridad” tiene su máxima expresión en la capacidad de “dar amor libremente”. El Dr. Karl Stern, un psiquiatra profundamente intuitivo, ha afirmado que la evolución del crecimiento humano es una evolución que va, desde una necesidad absoluta de ser amado (infancia), hasta una plena disponibilidad de dar amor (madurez), pasando por todo tipo de fases intermedias. Decía el Dr. Stern: “En nuestro estado primario de unión (al comienzo de nuestro crecimiento como personas) somos egoístas (y no empleo este término, naturalmente en su habitual sentido moral). El yo infantil todavía es id (término freudiano para referirse a nuestros impulsos y ambiciones) y aún no se ha diferenciado del ego (que, en el sistema freudiano, es lo que adapta y armoniza los impulsos personales con la realidad); el id del yo infantil lo invade todo y no tiene verdadera conciencia de sus propios límites. Los actos de unión de la personalidad madura, en cambio, son desinteresados.
El ser plenamente humano es capaz de salir de sí y comprometerse con una causa, y de hacerlo libremente. Evidentemente, el ser plenamente humano debe ser libre. Hay entre nosotros muchos filántropos que entregan su tiempo o sus bienes de n modo entusiasta o compulsivo. Parece como si sintieran una especie de necesidad irresistible que no les dejara en paz, una especie de culpa y/o ansiedad que ---como si de una anilla en la nariz se tratara--- les arrastrara obsesivamente de una buena acción a otra. El ser plenamente humano sale de sí, hacia los demás y hacia el propio Dios, no por una especie de neurosis compulsivo-obsesiva, sino activa y libremente y porque así lo ha decidido.
El filósofo Martin Heidegger, hablando de la unión amorosa, señala dos obstáculso que pueden sofocar el crecimiento humano: la satisfacción complacida de quien se contenta con lo que ya hay y, en el otro extremo, la actividad desasosegada de quien va, de aturdimiento en aturdimiento, en busca de algo más. El resultado, dice Heidegger, es siempre el enajenamiento. En el amor debemos poseer y saborear lo que hay y, al mismo tiempo, aspirar a poseer (amar) más plenamente el bien. Este es el equilibrio conseguido por el ser plenamente humano entre “lo que hay” y “lo que está por llegar”.
En el amor, el ser plenamente humano no se identifica con lo que ama, como si se tratara de algo añadido a él. En su libro Etre et avoir, Gabriel Marcel se lamenta e que nuestra civilización nos enseña a apoderarnos de las cosas, cuando más bien debería iniciarnos en el arte de desprendernos de ellas, porque no hay libertad ni vida real sin un aprendizaje de la desposesión.
El equilibrio entre “interioridad” y “exterioridad” es lo que se entiende por “integración de la personalidad”. Contrariamente a muchas de las cosas que se han dado a entender acerca de ella, la naturaleza humana es fundamentalmente razonable. Carl Rogers insiste en estar seguro de esta conclusión, basada en veinticinco años de trabajo psicoterapéutico. El hombre no es una jungla de deseos e impulsos irracionales. Si así fuera, el hombre no desearía ser plenamente humano. Todos somos capaces de exagerar, y todos podemos volcarnos excesivamente hacia dentro o hacia fuera. Todos podemos hacernos esclavos de nuestros placeres sensoriales, sin pararnos a reflexionar sobre nuestra paz anímica o sobre nuestra necesidad social de amar y darnos a los demás. O podemos también exagerar en sentido contrario y dejarnos esclavizar por el “intelecto” y vivir únicamente del cuello hacia arriba.
Cuando el hombre vive plenamente con todas sus facultades y armoniza todas sus fuerzas, la naturaleza humana demuestra ser constructiva y digna de confianza. En otras palabras, y como observa Rogers, cuando el hombre funciona libremente, podemos fiarnos de sus reacciones, que serán positivas, progresivas, constructivas. Este es un gran acto de fe en la naturaleza humana que es muy poco frecuente entre nosotros: si un hombre está verdaderamente abierto a todo lo que él es y si funciona libre y plenamente con todas sus capacidades (sentidos, emociones, mente y voluntad), su comportamiento armonizará todos los datos de dichas capacidades y será equilibrado y realista. Ese hombre estará en el camino del crecimiento (que tal es el destino humano del hombre: no la perfección, sino el crecimiento).
Acción versus reacción
La persona plenamente humana es un Actor, no un Re-actor. Cuenta el columnista Sydney Harris que en cierta ocasión, acompañado a comprar el periódico a un amigo suyo, éste saludó con suma cortesía al dueño del quiosco, el cual, por su parte, le respondió con brusquedad y descortesía. El amigo de Harris mientras recogía el periódico que el otro había arrojado hacia él de mala manera, sonrió y le deseó al vendedor un buen fin de semana. Cuando los dos amigos reemprendían su paseo, el columnista preguntó:
--¿Te trata siempre con tanta descortesía?
-- Sí, por desgracia.
-- ¿Y tú siempre te muestras igual de amable?
-- Sí, así es.
-- ¿Y por qué eres tú tan amable con él, cuando él es tan antipático contigo?
-- Porque no quiero que sea él quien decida cómo debo actuar yo.
Lo que intento sugerir es que la persona “plenamente humana” es la persona que consigue ser “ella misma”; que no se doblega ante cualquier viento que pueda soplar ni está a merced de la mezquindad, la vileza, la impaciencia y la ira de los demás; que no se deja transformar por el ambiente, sino que es ella la que influye en éste.
Por desgracia, la mayoría de nosotros nos sentimos como una embarcación a merced de los vientos y las olas. Cuando los vientos rugen y las olas se crespan, nos falta lastre y decimos cosas como: “Me pone enfermo…”; “ Me saca de mis casillas…” ; “Sus observaciones me hacen sentir terriblemente violento…”; “ Este tiempo me deprime increíblemente…”; “Este trabajo me aburre soberanamente…”; “Sólo con verle me pongo triste…”.
Obsérvese que todas estas cosas me afectan a mí a mis emociones. No tengo nada que decir acerca de mi enojo, de mi depresión, de mi tristeza, etc. Y, al igual que todo el mundo, me limito a culpar a otros, a las circunstancias ya la mala suerte. La persona plenamente humana, como dice Shakespeare en Julio Cesar, sabe que “La culpa, querido Bruto, no es de las estrellas, sino nuestra…” Podemos alzarnos por encima del polvo de la batalla cotidiana que a tantos de nosotros ciega y sofoca; y esto es precisamente lo que se espera de nosotros en nuestro proceso de crecer como personas.
No hay nada en todo lo dicho que sugiera que haya que reprimir las emociones o negar la plenitud de las mismas y de nuestros sentidos. Lo que sí se sugiere es, más bien, el equilibrio y la integración de las emociones. En la persona humana plenamente viva no puede darse el amortiguamiento de los sentidos y emociones ni la entrega incondicional a los mismos.
La persona plenamente viva escucha a sus sentidos y emociones y sintoniza con ellos; pero el entrega a ellos supondría abdicar del intelecto y de la capacidad de elegir, dos facultades que hacen a los seres superiores a los animales, aunque ligeramente inferiores a los ángeles. Volveremos en otro momento sobre esta reconciliación de los sentidos, las emociones, el intelecto y la voluntad.
CUARTO DE BACHILLERATO
PRIMER SEMESTRE
¿Por qué temo decirte quién soy?
John Powell, s.j.
Capítulo 2
Crecer como persona
A lo largo de estas páginas se hacen constantes referencias al “crecer como persona”, del mismo modo que se habla bastante de la necesidad de auto-comunicación y de encuentro interpersonal como medios para dicho crecimiento. Resulta fascinante, a la vez que difícil, tratar de describir lo que este “crecimiento” implica. Es imposible citar un solo ejemplo de persona plenamente “crecida”, porque cada uno de nosotros tiene que llegar a ser su propia persona, no llegar a ser “como” cualquier otra.
¿Qué clase de persona intentamos llegar a ser? A esta persona (la que intentemos llegar a ser) la denomina Carls Rogers “la persona que funciona plenamente” (Psychotherapy: Theory, Research and Practice, 1963); y la verdad es que, dado que el hacerse persona es un proceso dinámico que lleva toda una vida, el crecimiento tendrá que ser definido fundamentalmente en términos de funciones. Por su parte, Abraham Maslow, el célebre psicólogo de la Brandeis University, llama a esta persona “la persona que se auto-realiza” y “la persona plenamente humana”.
Interioridad y exterioridad
La persona plenamente humana mantiene un equilibrio entre “interioridad” y “exterioridad”. Tanto el introvertido extremo como el extrovertido extremo están des-equilibrados. El introvertido está interesado casi exclusivamente en sí mismo; él es el centro de gravedad de su propio universo; y, debido a la preocupación que siente por sí mismo, es ajeno al vasto mundo que le rodea. Por su parte, el extrovertido extremo se prodiga hacia fuera, pasando de una distracción externa a otra; su vida no es en absoluto reflexiva y consiguientemente, apenas tiene profundidad. Como dijo Sócrates: “la vida sin reflexión no merece la pena ser vivida”.
La primera condición para el crecimiento es, pues, el equilibrio.
La “interioridad” implica que una persona se ha explorado y experimentado a sí misma. Esa persona es consciente de la vitalidad de sus sentidos y emociones, de su mente y de su voluntad, y no le producen extrañeza ni miedo las actividades de su cuerpo y de sus emociones. Sus sentidos le hacen experimentar tanto la belleza como el dolor, y no rechaza ninguna de las dos cosas. Es capaz de experimentar toda la gama de emociones, desde la aflicción hasta la ternura. Su mente es viva y perspicaz; su voluntad busca poseer cada vez más todo cuanto es bueno y, al mismo tiempo, saborea lo que ya posee. Esta persona se ha escuchado a sí misma y sabe que nadad de lo que ha oído es malo o aterrador.
La “interioridad” implica auto-aceptación. La deseada interioridad significa que esa persona “que funciona plenamente”, “que se auto-realiza” y que es “plenamente humana” no sólo es consciente de sus necesidades y actividades físicas, psicológicas y espirituales, sino que además las acepta como buenas. Se siente a gusto con su propio cuerpo, con sus emociones (tanto afectuosas como hostiles), con sus impulsos, pensamientos y deseos.
Y no sólo se siente a gusto con lo que ya ha experimentado en sí misma, sino que esta persona está abierta a nuevas sensaciones, a nuevas y más profundas reacciones emocionales y a distintos pensamientos y deseos. Acepta su condición cambiante, porque el crecimiento es cambio. Su destino último como ser humano, es decir, lo que será al final de su vida, es algo deliciosamente desconocido. No hay ninguna pauta de crecimiento humano que pueda ser pre-estructurada para todos. No ambiciona llegar a ser como cualquier otra persona, porque ella es ella misma; y su yo potencial, que se realiza a diario a base de nuevas experiencias, posiblemente no sea susceptible de ser definido en ninguna fase de su crecimiento.
Esta persona se acepta tal como es. Sabe que lo que ella es, en la medida en que lo conoce, es bueno; y sabe que su yo es aún mayor en potencia. Pero es realista acerca de sus propias limitaciones, y por eso no pierde el tiempo en soñar en lo que querría ser ni emplea el resto de su vida en tratar de convencerse de que lo es. Ha escuchado y escudriñado en su interior y ha amado lo que realmente es. Y cada nuevo día, esta experiencia de sí será tan nueva como el propio día, porque dicha persona no deja de cambiar y por eso es siempre una nueva persona, revelada en una personalidad constantemente cambiante y renovada. Confía en sus propias dotes y recursos y en su capacidad para adaptarse y hacer frente a todos los desafíos que la vida le presente.
Esta clase de auto-aceptación capacita a la persona para vivir plena y confiadamente con todo cuanto ocurre en su interior, y no teme a nada que sea o pueda ser parte de sí misma.
La “exterioridad”, en cambio, implica que la persona está abierta no sólo a sí misma y a su interior, sino a su entorno exterior. La persona plenamente humana está en profundo y significativo contacto con el mundo exterior a ella. No sólo se escucha a sí misma, sino que escucha también las voces de su mundo. La amplitud de su propia experiencia individual se ve infinitamente multiplicada gracias a una sensitiva empatía con otros. Sufre con los que sufren y se alegra con los que están alegres. Renace con cada primavera y siente el impacto de los grandes misterios de la vida: nacimiento, crecimiento, amor, sufrimiento, muerte… su corazón late al ritmo del de los jóvenes enamorados y comparte en cierto modo su júbilo. También conoce la filosofía de la desesperación del “ghetto” y la soledad de los que sufren sin remedio, y la campana nunca dobla sin que, de alguna extraña manera, doble también por él.
“Crea en mí, oh Dios, un corazón atento”, reza el salmista.
Lo contrario a esta apertura es una especie de actitud defensiva del que oye únicamente lo que quiere oír y ve exclusivamente lo que quiere ver, conforme a su manera de ser y a sus pre-juicios. La persona defensiva no puede crecer como es debido, porque su mundo no es mayor que ella misma, y su horizonte es un círculo cerrado.
La “exterioridad” tiene su máxima expresión en la capacidad de “dar amor libremente”. El Dr. Karl Stern, un psiquiatra profundamente intuitivo, ha afirmado que la evolución del crecimiento humano es una evolución que va, desde una necesidad absoluta de ser amado (infancia), hasta una plena disponibilidad de dar amor (madurez), pasando por todo tipo de fases intermedias. Decía el Dr. Stern: “En nuestro estado primario de unión (al comienzo de nuestro crecimiento como personas) somos egoístas (y no empleo este término, naturalmente en su habitual sentido moral). El yo infantil todavía es id (término freudiano para referirse a nuestros impulsos y ambiciones) y aún no se ha diferenciado del ego (que, en el sistema freudiano, es lo que adapta y armoniza los impulsos personales con la realidad); el id del yo infantil lo invade todo y no tiene verdadera conciencia de sus propios límites. Los actos de unión de la personalidad madura, en cambio, son desinteresados.
El ser plenamente humano es capaz de salir de sí y comprometerse con una causa, y de hacerlo libremente. Evidentemente, el ser plenamente humano debe ser libre. Hay entre nosotros muchos filántropos que entregan su tiempo o sus bienes de n modo entusiasta o compulsivo. Parece como si sintieran una especie de necesidad irresistible que no les dejara en paz, una especie de culpa y/o ansiedad que ---como si de una anilla en la nariz se tratara--- les arrastrara obsesivamente de una buena acción a otra. El ser plenamente humano sale de sí, hacia los demás y hacia el propio Dios, no por una especie de neurosis compulsivo-obsesiva, sino activa y libremente y porque así lo ha decidido.
El filósofo Martin Heidegger, hablando de la unión amorosa, señala dos obstáculso que pueden sofocar el crecimiento humano: la satisfacción complacida de quien se contenta con lo que ya hay y, en el otro extremo, la actividad desasosegada de quien va, de aturdimiento en aturdimiento, en busca de algo más. El resultado, dice Heidegger, es siempre el enajenamiento. En el amor debemos poseer y saborear lo que hay y, al mismo tiempo, aspirar a poseer (amar) más plenamente el bien. Este es el equilibrio conseguido por el ser plenamente humano entre “lo que hay” y “lo que está por llegar”.
En el amor, el ser plenamente humano no se identifica con lo que ama, como si se tratara de algo añadido a él. En su libro Etre et avoir, Gabriel Marcel se lamenta e que nuestra civilización nos enseña a apoderarnos de las cosas, cuando más bien debería iniciarnos en el arte de desprendernos de ellas, porque no hay libertad ni vida real sin un aprendizaje de la desposesión.
El equilibrio entre “interioridad” y “exterioridad” es lo que se entiende por “integración de la personalidad”. Contrariamente a muchas de las cosas que se han dado a entender acerca de ella, la naturaleza humana es fundamentalmente razonable. Carl Rogers insiste en estar seguro de esta conclusión, basada en veinticinco años de trabajo psicoterapéutico. El hombre no es una jungla de deseos e impulsos irracionales. Si así fuera, el hombre no desearía ser plenamente humano. Todos somos capaces de exagerar, y todos podemos volcarnos excesivamente hacia dentro o hacia fuera. Todos podemos hacernos esclavos de nuestros placeres sensoriales, sin pararnos a reflexionar sobre nuestra paz anímica o sobre nuestra necesidad social de amar y darnos a los demás. O podemos también exagerar en sentido contrario y dejarnos esclavizar por el “intelecto” y vivir únicamente del cuello hacia arriba.
Cuando el hombre vive plenamente con todas sus facultades y armoniza todas sus fuerzas, la naturaleza humana demuestra ser constructiva y digna de confianza. En otras palabras, y como observa Rogers, cuando el hombre funciona libremente, podemos fiarnos de sus reacciones, que serán positivas, progresivas, constructivas. Este es un gran acto de fe en la naturaleza humana que es muy poco frecuente entre nosotros: si un hombre está verdaderamente abierto a todo lo que él es y si funciona libre y plenamente con todas sus capacidades (sentidos, emociones, mente y voluntad), su comportamiento armonizará todos los datos de dichas capacidades y será equilibrado y realista. Ese hombre estará en el camino del crecimiento (que tal es el destino humano del hombre: no la perfección, sino el crecimiento).
Acción versus reacción
La persona plenamente humana es un Actor, no un Re-actor. Cuenta el columnista Sydney Harris que en cierta ocasión, acompañado a comprar el periódico a un amigo suyo, éste saludó con suma cortesía al dueño del quiosco, el cual, por su parte, le respondió con brusquedad y descortesía. El amigo de Harris mientras recogía el periódico que el otro había arrojado hacia él de mala manera, sonrió y le deseó al vendedor un buen fin de semana. Cuando los dos amigos reemprendían su paseo, el columnista preguntó:
--¿Te trata siempre con tanta descortesía?
-- Sí, por desgracia.
-- ¿Y tú siempre te muestras igual de amable?
-- Sí, así es.
-- ¿Y por qué eres tú tan amable con él, cuando él es tan antipático contigo?
-- Porque no quiero que sea él quien decida cómo debo actuar yo.
Lo que intento sugerir es que la persona “plenamente humana” es la persona que consigue ser “ella misma”; que no se doblega ante cualquier viento que pueda soplar ni está a merced de la mezquindad, la vileza, la impaciencia y la ira de los demás; que no se deja transformar por el ambiente, sino que es ella la que influye en éste.
Por desgracia, la mayoría de nosotros nos sentimos como una embarcación a merced de los vientos y las olas. Cuando los vientos rugen y las olas se crespan, nos falta lastre y decimos cosas como: “Me pone enfermo…”; “ Me saca de mis casillas…” ; “Sus observaciones me hacen sentir terriblemente violento…”; “ Este tiempo me deprime increíblemente…”; “Este trabajo me aburre soberanamente…”; “Sólo con verle me pongo triste…”.
Obsérvese que todas estas cosas me afectan a mí a mis emociones. No tengo nada que decir acerca de mi enojo, de mi depresión, de mi tristeza, etc. Y, al igual que todo el mundo, me limito a culpar a otros, a las circunstancias ya la mala suerte. La persona plenamente humana, como dice Shakespeare en Julio Cesar, sabe que “La culpa, querido Bruto, no es de las estrellas, sino nuestra…” Podemos alzarnos por encima del polvo de la batalla cotidiana que a tantos de nosotros ciega y sofoca; y esto es precisamente lo que se espera de nosotros en nuestro proceso de crecer como personas.
No hay nada en todo lo dicho que sugiera que haya que reprimir las emociones o negar la plenitud de las mismas y de nuestros sentidos. Lo que sí se sugiere es, más bien, el equilibrio y la integración de las emociones. En la persona humana plenamente viva no puede darse el amortiguamiento de los sentidos y emociones ni la entrega incondicional a los mismos.
La persona plenamente viva escucha a sus sentidos y emociones y sintoniza con ellos; pero el entrega a ellos supondría abdicar del intelecto y de la capacidad de elegir, dos facultades que hacen a los seres superiores a los animales, aunque ligeramente inferiores a los ángeles. Volveremos en otro momento sobre esta reconciliación de los sentidos, las emociones, el intelecto y la voluntad.
