ORIENTACIÓN EDUCATIVA I
CUARTO DE BACHILLERATO
EL HOMBRE EN SU MEDIO
CUARTO DE BACHILLERATO
EL HOMBRE EN SU MEDIO
6. TRASCENDENCIA
(APERTURA A LO ILIMITADO)
Los humanos dan cuenta de la inmensidad de los espacios siderales y de la eternidad, comparada con los cuales su vida propia no parece más que una sombra fugaz, que pasa siempre, demasiado pronto, la conciencia de su propia pequeñez, lo sobrecoge y le lleva a preguntar “¿por qué existes precisamente en este momento? ¿Quién o qué me puso en la existencia?” Preguntas éstas que entrañan la gran cuestión del ¿para qué vivir?, es decir, de la finalidad más definitiva y fundamental que puede tener nuestra vida.
La reflexión sobre nuestra existencia relativa, limitada, contingente, amenazada de desaparición en cualquier instante, que se nos escurre de entre las manos con cada segundo, con cada latido de nuestro corazón, así como la conciencia clara de que tenemos que morir, nos revela el desesperado y profundo anhelo de inmortalidad, el afán de vivir una vida ilimitada, que todas las culturas y religiones, de una manera y otra, han manifestado.
En efecto, no queremos acabarnos, dejar de ser, que la nada nos devore. Decididamente rechazamos la idea de morir, al menos de morir del todo; la idea de la aniquilación nos angustia y rebela. “preferible el mismo infierno a la aniquilación de mi ser”, ha dicho Unamuno. ¿Para qué la vida, si se acaba completamente con la muerte? ¿Qué sentido puede tener este breve parpadeo que es la vida, donde ha más dolor que gozo, si no hay “algo” más allá de la muerte? “Algo” que deseamos, tememos, esperamos o desesperamos de encontrar.
Así pues, en la entraña del humano, único capaz de poner en el tapete de la discusión la cuestión del sentido que tiene su propia existencia, late siempre la inquietud por alcanzar lo absolutamente definitivo, que no se acabe jamás, que se sacie su sed de eternidad: de ser siempre, de ser más, de “serlo todo”. En una palabra, en el humano no descansa el perpetuo afán que aspira a colmar su capacidad de superar los propios límites y perfeccionarse, y colmarla nada menos que con la perfección misma.
Por ello se ha dicho del ser humano que es “el peregrino de lo Absoluto”, el ser siempre en camino, en búsqueda incesante de una consistencia que vaya más allá de las limitaciones que descubre en sí mismo y en las realidades de este mundo. He aquí el resorte que anima los dinamismos de su conocer y su querer, los cuales siempre apuntan a lo que rebasa los bienes y los conocimientos que son limitados. Nuestra apertura a la realidad se dirige a la verdad sin límites, al bien sin límites; no se conforma con menos. Es, pues, lo propio del ser humano el abrirse a un horizonte ilimitado, al horizonte de lo que es sin restricciones.
De aquí que el preguntarse por el Ser Absoluto, aparezca el humano como una necesidad ineludible, aún cuando la respuesta a la cual éste llegara fuera la de que no hay Dios, que el humano lo ha creado “a su imagen y semejanza”, o la de que, si existe la divinidad, está tan lejana a nosotros que somos imperfectos, que de ella nada podemos saber.
Resta el problema de asumir las consecuencias: si, como ya ha sido proclamado, “Dios ha muerto”, si lo hemos matado en nuestras conciencias, ¿qué sentido alcanzará la propia vida?, ¿qué es lo que puede evitar que la realidad se vuelva algo absurdo que el humano, sin embargo, irremediablemente ha de afrontar?
Andar en pos de la respuesta a la gran pregunta por el sentido más radical, definitivo y último, de su existencia, por el sentido del mal, del sufrimiento, de la muerte, de la realidad toda; ésta es la tarea que más profundamente compete, y compromete, al ser humano, ese peregrino, y que lo lleva a trazar la ruta de su propio destino.
