ORIENTACIÓN EDUCATIVA I
CUARTO DE BACHILLERATO
EL HOMBRE EN SU MEDIO
SOLIDARIDAD
Nuestro “yo” no es algo cerrado y autosuficiente que encuentra su plenitud exclusivamente en sí mismo, sino que en el afán de unión con nuestros semejantes se presenta como un hecho humano incontestable, revela la profunda necesidad que tenemos de l@s otr@s. Somos realmente humanos para y con los demás.
En el mundo humano, la sociabilidad aparece, sin duda alguna, como una condición fundamental. Esta sociabilidad se manifiesta ya en nuestra pertenencia a una determinada cultura e instituciones, en nuestra participación en ciertas tradiciones y saberes acumulados, en la formación misma que hemos recibido, en el hecho de requerir un lenguaje (que, ciertamente, no hemos inventado –al menos no del todo–) para expresar nuestros más íntimos pensamientos, convicciones y sentimientos. Incluso hasta en los útiles de los que nos servimos (y que otros han ideado o construido), se hace presente la red de relaciones inter-personales, sociales e históricas en la que nuestra existencia concreta se haya inmersa y sostenida.
Nuestro “yo” no es algo cerrado y autosuficiente, que encontrará su plenitud exclusivamente en sí mismo, sino que el adán de unión con nuestro semejantes, que se presenta como un hecho humano incontestable, revela la profunda necesidad que tenemos de los otros. El ser humano exige, desde luego para sobrevivir biológicamente, pero también para realizarse plenamente él mismo, para desarrollar sus potencialidades y capacidades, la convivencia y relación con lo demás, la eficaz comunicación.
La relación con los demás humanos le es, pues, al ser humano, verdaderamente esencial, ya que “solo me puedo volver auténticamente humano entre los humanos”, solamente somos y existimos “con-los-otros”: ello se debe a la indigencia radical que nos impulsa a superar nuestras innumerables carencias y deficiencias, nuestra gran debilidad, nuestro sentimiento de aislamiento (generador de angustia), en la unión con los otros. Unión que aspira a ser una genuina comunión, un verdadero encuentro con ellos, que nos lleve a la recíproca superación y crecimiento como personas.
Ahora bien, la convivencia humana se realiza a dos niveles:
1. El nivel interpersonal del “cara a cara”, propio de las relaciones que sostenemos con parientes, amigos, compañeros de trabajo, vecinos, conocidos;
2. El nivel más amplio y complejo, de la sociedad civil a la que pertenecemos (con su característica estructuración social).
Empero, la relación fundamental a los otros humanos, en cualquiera de sus ámbitos de realización, para que pueda proporcionar efectivamente las condiciones que requiere el ser humano para desarrollarse integralmente como persona, no ha de anular su propia individualidad. El ser humano no disuelve su “yo” en el grupo al que pertenece; no reduce todo su valor, ni todo el sentido que puede alcanzar su vida, al de convertirse en una simple piececita de la gran maquinaria social a la que se subordinaría completamente y sin remedio.
La persona tiene valor en y por sí misma: por el simple hecho de ser una persona, tiene en sí y para sí misma el motor de su actuar; su capacidad de auto-trascenderse, de auto-rebasarse hacia lo real, la verdad, el bien, hacia lo que no tiene límites, la lleva a realizarse a sí misma, a crecer y superarse en este proceso, que nadie puede llevar a cabo en su lugar. La persona es un fin en sí misma y no se reduce a un medio para alcanzar el bien de otros seres, ni aún el de la sociedad, tomada como un todo al que se habría de someter la persona en calidad de parte suya.
La dignidad inalienable de la persona humana le viene, pues, de la propia calidad de su ser (racional, libre, responsable, capaz de un cierto autodominio, un ser que es él mismo sin disolverse o anularse en otro), y no por su pertenencia a determinada sociedad, o porque se la otorguen las leyes de su país. Se comprende que esta dignidad ha de ser, ante todo, respetada. He aquí la gran riqueza que comporta, junto con la indigencia radical de que hablábamos antes, el ser una persona.
De manera que, sin respetar las características que hacen cada “yo” único e irrepetible, sin salvaguardar las diferencias entre los miembros de una colectividad, no es posible llegar a una verdadera vida en comunidad, ni alcanzar una genuina solidaridad.
El individualismo no proporciona una respuesta satisfactoria al problema de la convivencia humana, porque no mira sino sujetos aislados, no toma en cuenta la naturaleza relacional del humano. esto desemboca en que la sociedad se considere como un lugar de lucha donde cada cual ha de ver por sus propios intereses, en abierta o disimulada competencia con todos los demás. Aquí se tira por la borda el reconocimiento de que mi propia realización está en la realización conjunta de un “nosotros” pues mantiene la ilusión (porque no pasa de ser una ilusión) del individuo autosuficiente, básicamente aislado, como un Robinson en medio de otros millares de reses tan aislados como él.
El colectivismo, por su parte, tampoco ofrece una respuesta satisfactoria a la coexistencia social human, porque no mira al humano, sólo ve a “la” sociedad, dando a ésta una realidad que va más allá de los individuos que la componen, que los rebasa y casi suprime. Aquí la sociedad es el “todo” del humano, su realización cabal; el individuo no es sino una parte suya, y por sí mismo no tiene ningún valor.
Ni el colectivismo ni individualismo se adecuan a la dignidad que reclama la coexistencia verdaderamente human: ni lucha entre individuos que no se responsabilizan de los demás ,que viven “contra-los-otros”, ni supresión de la integridad personal, de la propia libertad, en nombre de una entidad abstracta, llámese “Estado”, “Nación”, “Imperio”, “Sociedad”. La convivencia humana, genuinamente humana, busca realizar el encuentro solidario con otros humanos. En el ámbito e la sociedad civil, esto se traduce en la búsqueda por lograr las mejores condiciones posibles de vida par que todos sus miembros puedan desarrollarse como personas, de una manera más humana. Este afán exige de ellos una activa co-responsabilidad y una voluntad efectiva de que su convivencia sea regida por principios de justicia.
Por su parte, en el ámbito de las relaciones interpersonales, este encuentro solidario que se da en la relación “yo”-“tu”, aspira a realizarse en el amor auténtico. Este aparece como el logro de la unión humana más cabal, que no suprime la integridad individual, sino que mantiene las peculiaridades que caracterizan a cada sujeto.
El logro de estos ideales de amor y justicia a los que aspira la humana convivencia s, pues, un reto permanente. Y es un reto porque siempre se encuentran amenazados: ya por los intereses de clases y grupos de poderosos, y a por las dificultades en la comunicación, presentes continuamente, ya por el conflicto que tiñe en gran medida las relaciones con los demás. La incomprensión, la soledad, siempre aparecen, incluso en la unión de los que se aman, como parte también de nuestra condición humana. La comunicación no es jamás plena y exige saber respetar lo que nos separa del otro, lo que nos hace, en suma, diferentes.
CUARTO DE BACHILLERATO
EL HOMBRE EN SU MEDIO
SOLIDARIDAD
Nuestro “yo” no es algo cerrado y autosuficiente que encuentra su plenitud exclusivamente en sí mismo, sino que en el afán de unión con nuestros semejantes se presenta como un hecho humano incontestable, revela la profunda necesidad que tenemos de l@s otr@s. Somos realmente humanos para y con los demás.
En el mundo humano, la sociabilidad aparece, sin duda alguna, como una condición fundamental. Esta sociabilidad se manifiesta ya en nuestra pertenencia a una determinada cultura e instituciones, en nuestra participación en ciertas tradiciones y saberes acumulados, en la formación misma que hemos recibido, en el hecho de requerir un lenguaje (que, ciertamente, no hemos inventado –al menos no del todo–) para expresar nuestros más íntimos pensamientos, convicciones y sentimientos. Incluso hasta en los útiles de los que nos servimos (y que otros han ideado o construido), se hace presente la red de relaciones inter-personales, sociales e históricas en la que nuestra existencia concreta se haya inmersa y sostenida.
Nuestro “yo” no es algo cerrado y autosuficiente, que encontrará su plenitud exclusivamente en sí mismo, sino que el adán de unión con nuestro semejantes, que se presenta como un hecho humano incontestable, revela la profunda necesidad que tenemos de los otros. El ser humano exige, desde luego para sobrevivir biológicamente, pero también para realizarse plenamente él mismo, para desarrollar sus potencialidades y capacidades, la convivencia y relación con lo demás, la eficaz comunicación.
La relación con los demás humanos le es, pues, al ser humano, verdaderamente esencial, ya que “solo me puedo volver auténticamente humano entre los humanos”, solamente somos y existimos “con-los-otros”: ello se debe a la indigencia radical que nos impulsa a superar nuestras innumerables carencias y deficiencias, nuestra gran debilidad, nuestro sentimiento de aislamiento (generador de angustia), en la unión con los otros. Unión que aspira a ser una genuina comunión, un verdadero encuentro con ellos, que nos lleve a la recíproca superación y crecimiento como personas.
Ahora bien, la convivencia humana se realiza a dos niveles:
1. El nivel interpersonal del “cara a cara”, propio de las relaciones que sostenemos con parientes, amigos, compañeros de trabajo, vecinos, conocidos;
2. El nivel más amplio y complejo, de la sociedad civil a la que pertenecemos (con su característica estructuración social).
Empero, la relación fundamental a los otros humanos, en cualquiera de sus ámbitos de realización, para que pueda proporcionar efectivamente las condiciones que requiere el ser humano para desarrollarse integralmente como persona, no ha de anular su propia individualidad. El ser humano no disuelve su “yo” en el grupo al que pertenece; no reduce todo su valor, ni todo el sentido que puede alcanzar su vida, al de convertirse en una simple piececita de la gran maquinaria social a la que se subordinaría completamente y sin remedio.
La persona tiene valor en y por sí misma: por el simple hecho de ser una persona, tiene en sí y para sí misma el motor de su actuar; su capacidad de auto-trascenderse, de auto-rebasarse hacia lo real, la verdad, el bien, hacia lo que no tiene límites, la lleva a realizarse a sí misma, a crecer y superarse en este proceso, que nadie puede llevar a cabo en su lugar. La persona es un fin en sí misma y no se reduce a un medio para alcanzar el bien de otros seres, ni aún el de la sociedad, tomada como un todo al que se habría de someter la persona en calidad de parte suya.
La dignidad inalienable de la persona humana le viene, pues, de la propia calidad de su ser (racional, libre, responsable, capaz de un cierto autodominio, un ser que es él mismo sin disolverse o anularse en otro), y no por su pertenencia a determinada sociedad, o porque se la otorguen las leyes de su país. Se comprende que esta dignidad ha de ser, ante todo, respetada. He aquí la gran riqueza que comporta, junto con la indigencia radical de que hablábamos antes, el ser una persona.
De manera que, sin respetar las características que hacen cada “yo” único e irrepetible, sin salvaguardar las diferencias entre los miembros de una colectividad, no es posible llegar a una verdadera vida en comunidad, ni alcanzar una genuina solidaridad.
El individualismo no proporciona una respuesta satisfactoria al problema de la convivencia humana, porque no mira sino sujetos aislados, no toma en cuenta la naturaleza relacional del humano. esto desemboca en que la sociedad se considere como un lugar de lucha donde cada cual ha de ver por sus propios intereses, en abierta o disimulada competencia con todos los demás. Aquí se tira por la borda el reconocimiento de que mi propia realización está en la realización conjunta de un “nosotros” pues mantiene la ilusión (porque no pasa de ser una ilusión) del individuo autosuficiente, básicamente aislado, como un Robinson en medio de otros millares de reses tan aislados como él.
El colectivismo, por su parte, tampoco ofrece una respuesta satisfactoria a la coexistencia social human, porque no mira al humano, sólo ve a “la” sociedad, dando a ésta una realidad que va más allá de los individuos que la componen, que los rebasa y casi suprime. Aquí la sociedad es el “todo” del humano, su realización cabal; el individuo no es sino una parte suya, y por sí mismo no tiene ningún valor.
Ni el colectivismo ni individualismo se adecuan a la dignidad que reclama la coexistencia verdaderamente human: ni lucha entre individuos que no se responsabilizan de los demás ,que viven “contra-los-otros”, ni supresión de la integridad personal, de la propia libertad, en nombre de una entidad abstracta, llámese “Estado”, “Nación”, “Imperio”, “Sociedad”. La convivencia humana, genuinamente humana, busca realizar el encuentro solidario con otros humanos. En el ámbito e la sociedad civil, esto se traduce en la búsqueda por lograr las mejores condiciones posibles de vida par que todos sus miembros puedan desarrollarse como personas, de una manera más humana. Este afán exige de ellos una activa co-responsabilidad y una voluntad efectiva de que su convivencia sea regida por principios de justicia.
Por su parte, en el ámbito de las relaciones interpersonales, este encuentro solidario que se da en la relación “yo”-“tu”, aspira a realizarse en el amor auténtico. Este aparece como el logro de la unión humana más cabal, que no suprime la integridad individual, sino que mantiene las peculiaridades que caracterizan a cada sujeto.
El logro de estos ideales de amor y justicia a los que aspira la humana convivencia s, pues, un reto permanente. Y es un reto porque siempre se encuentran amenazados: ya por los intereses de clases y grupos de poderosos, y a por las dificultades en la comunicación, presentes continuamente, ya por el conflicto que tiñe en gran medida las relaciones con los demás. La incomprensión, la soledad, siempre aparecen, incluso en la unión de los que se aman, como parte también de nuestra condición humana. La comunicación no es jamás plena y exige saber respetar lo que nos separa del otro, lo que nos hace, en suma, diferentes.
